La ciudad no sólo se crea con calles y plazas. Son las personas que la habitan las que le dan la configuración final, con sus cambios y mejoras. Granada es el recuerdo de todas aquellas personas que supieron engrandecerla. Personajes sin nombre o tan antiguos que se pierden en su lejana historia. Otros, sin embargo, de los que conocemos su nombre, los hemos relegado a ese rincón inaceptable del olvido a donde van todos los mediocres, o los malditos o los locos.
Manuel Gómez-Moreno González, sin ser nada de esas tres cosas se ha visto olvidado o tal vez ignorado muchas veces. Si bien el Instituto-Museo Gómez-Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta y su familia, trabajan arduamente para que su nombre siga recordándose, es inadmisible cómo los gobiernos, pasados y actuales, no han caído en la cuenta de la importancia que puede tener un solo hombre para una ciudad.
Sirva este artículo para conocer a un hombre que lo dio todo por Granada, fue incansable luchador contra la locura modernista de las demoliciones de monumentos, alentó la restauración fiel de los monumentos árabes y fue testigo de los descubrimientos romanos más antiguos de la ciudad. Fue uno de los inspiradores del Patronato de la Alhambra, del Museo Arqueológico y del Museo de Bellas Artes, así como su primer catalogador y restaurador y aún cuando no pudo contra instituciones y mentes obtusas, tomó su pincel y plasmó aquellas bellezas a punto de ser destruidas en papeles o en placas callejeras, para que todos, incluidos los que leemos esto, pudiéramos saber que una vez en algún lugar de Granada hubo una iglesia o un dintel romano o un puente árabe.
Manuel Gómez-Moreno González.
Hasta el momento no existe ninguna biografía, propiamente dicha, de Manuel Gómez-Moreno. En prólogos a sus obras existen detalles personales escritos por expertos en la historia de Granada, en su Medina Elvira (facsímil editado por el Grupo de Autores Unidos de Granada de la que escribió en su día en 1888), nos topamos con unos apuntes biográficos escritos por su hijo, Manuel Gómez-Moreno Martínez destinados al catálogo de la exposición del Ateneo de Granada del año 1928. Uno de sus más destacados descendientes, José Manuel Gómez-Moreno Calera continuó su testigo hasta hace muy poco y prologó su Guía de Granada (1998) excelentemente. Sin embargo, el estudio más preciso sobre su vida se lo debemos actualmente a Javier Moya Morales, quien en la Obra dispersa e inédita de Gómez-Moreno ha compilado de manera tan rigurosa como amena todos sus aspectos personales y artísticos. Datos que amplía en su propia tesis sobre Manuel Gómez-Moreno.
Pero ¿quién fue, entonces, Manuel Gómez-Moreno González? Manuel Gómez-Moreno nació un 26 de junio de 1834 en Granada. Descendiente de una familia afrancesada y liberal que vino a caer en desgracia, vivió el amor a los libros a través del negocio de su padre, un taller de encuadernación y librería ubicado en la transitada Alcaicería. A Manuel no le impresionaron los sucesivos cambios políticos que le tocó sufrir, más bien los soportó con dignidad centrándose en su faceta artística, la pintura. A Manuel Gómez-Moreno González, lo llama su familia “el pintor” para diferenciarlo de su hijo, el también llamado Manuel Gómez-Moreno (aunque Martínez), hombre notable en sus muchas parcelas de conocimiento, que llegó a ser catedrático de Arqueología Árabe Medieval.
La pintura sería lo único que les diferenciaría a padre y a hijo en esa extraordinaria capacidad de entrega por el arte. La miseria le persiguió hasta Madrid, en donde se ganaba el pan como podía, restaurando, copiando, litografiando, sacándose unos reales para poder comer, si cabe, pan y queso. Pero con todo, Manuel aprendía, era un hombre inconformista y autoexigente que sacaba buen provecho de todo cuanto leía. Y así, le llegó la plaza de profesor de dibujo en el Colegio de San Bartolomé y Santiago y finalmente, pudo casarse con Dolores Martínez Almirón.
Manuel fue hombre de familia. Tuvo ocho hijos: Manuel (1870), Concha (1872), Sacramento (1874), Eugenia (1876), Carlos (1879), las gemelas Dolores y María Antonia (1882) y José (1885).
Estudió en la Escuela de Bellas Artes de Granada y en la Escuela Superior de Pintura de Madrid pero en otros ámbitos disciplinarios fue un autodidacta puro. A base de esfuerzo, meticulosidad y empeño inaudito, consiguió ser el consejero de muchos eruditos de la época. Donde más disfrutaba era entre legajos, compilando, observando. Con una minuciosidad extraordinaria consiguió catalogar fondos artísticos que fueron la base de posteriores museos. No en vano se le considera el padre del Museo Arqueológico de Granada, así como del Museo de Bellas Artes de esta ciudad. Sin duda, esta faceta suya, la de saber combinar su labor de “ratón de biblioteca” con el trabajo de campo, admiró a muchos arabistas, catedráticos y arqueólogos, que consideraban la primera de ellas, fundamentalmente, aburrida.
En 1866 empieza su relación directa con la Comisión de Monumentos de Granada. La publicación de un programa de trabajos le da a Manuel la oportunidad de presentar varios de sus hallazgos: la partida de bautismo de Pedro de Mena y la investigación sobre la casa de Alonso Cano y el embovedado de la Plaza Nueva. Sería esta Comisión la que le propiciaría la manera de conocer los primeros descubrimientos en Medina Elvira, cuyos hallazgos (lámparas que él mismo restauró, el Plato del Caballo y del Halconero o el Jarro de las liebres…) se plasmaron en un libro imprescindible sobre la arqueología granadina titulado Medina Elvira.
Medina Elvira y la conservación del patrimonio artístico.
Eran tiempos de cambios. La llamada modernidad y la necesidad de dar trabajo a la extensa mano de obra desempleada presionaban al gobierno para demoler todo lo supuestamente viejo y dar cabida a una ciudad europea. El diseño de cubrición del río Darro primero y el nacimiento de la Gran Vía, después, favorecieron la destrucción de iglesias, puertas árabes o lienzos de murallas. Baste decir que en menos de cincuenta años se derribaron la iglesia del Carmen, la iglesia de San Gil, la casa de Diego de Siloé, se ocultó el río Darro y con él algunos restos de la cultura andalusí. Desaparecieron la Puerta de Bib Rambla y la de Bib Mauror. A todo ello se sumó la inclemencia natural con los desbordamientos del río Darro que se llevaron por delante el conocido Puente de las Chirimías. Además, se sucedían los incendios, que devastaron la Alcaicería, la Casa de los Miradores y la Alhóndiga Zaida.
Manuel y todos los que como él amaban el arte, tenían mucho trabajo en Granada. Él, especialmente, lo que no consiguió por medio de su lucha activa, trató de ampararlo por medio de su pincel. Una anécdota muy conocida en tiempos de la Revolución Liberal del 68, cuando se comenzó a derribar la iglesia de San Gil, explica cómo las gastaba aquel hombre de aspecto inofensivo. Manuel se dispuso a tomar medidas de la iglesia antes de su derribo lo que causó sospechas en la autoridad competente. El pintor fue llevado ante el alcalde y así transcurrió el encuentro entre ambos:
“-Cómo se llama.
-Tal ( Manuel Gómez-Moreno, se entiende)
-¿Qué hacía usted?
-El plano de la iglesia de S. Gil, que se va a derribar.
-¿Con qué objeto?
-Para conservar memoria de dicho edificio.
-¿Por quién está autorizado?
-Por nadie, pues no necesitando autorización en tiempos anteriores, hoy que estamos en tiempo de libertad la necesito menos.
-Está usted equivocado, pues debió pedir permiso al Ayuntamiento.
-Pero Sr. yo perteneciendo a una comisión artística tengo el deber de recoger todos los datos artísticos para conservar memoria de ellos.
-Y entonces objetó el otro:
-¿Por qué no ha hecho usted el plano que dice antes?
-Porque antes no se iba a derribar.”
Parece ser que Manuel tuvo que pedir ayuda a un miembro de la Comisión de Monumentos para que diera fe de sus buenas intenciones. Intenciones puramente artísticas que para una autoridad del XIX se presagiaban inquietantes, pues no hay nada más amenazador para un gobierno que la sincera voluntad de hacer bien las cosas. Con todo, el único plano fiable que queda hoy de la iglesia, es el de Gómez-Moreno.
La actividad artística y arqueológica sigue su curso. La Alhambra es declarada monumento nacional el 12 de julio de 1870. En aquel mismo año la Comisión de Monumentos acuerda continuar, a propuesta de Gómez-Moreno, las averiguaciones en Sierra Elvira, cerca de Atarfe, donde se encontraron sepulturas y multitud de restos. Aparece la piedra inscrita con caracteres latinos, la conocida más tarde del mozárabe Cipriano, sepultado en el año 1002. La Comisión hace imprimir el informe de Gómez-Moreno titulado "Informe sobre varias antigüedades descubiertas en la Vega" acompañándolo con litografías y fotografías de sus propios dibujos.
Los descubrimientos de Sierra Elvira abren un claro enfrentamiento entre los arqueólogos e historiadores del momento. Como muchos de los hallazgos son romanos, se pretende hacer renacer la ubicación de la mítica Iliberri, la Granada romana, cuyos restos fueron excavados en el Albayzin por Juan de Flores. Manuel Gómez-Moreno lidera la causa alcazabista dando razones suficientes sobre la teoría de que Iliberri estuvo en la antigua alcazaba y no en Atarfe, donde los restos descubiertos apuntan más bien a una romanización tardía. Es curioso pensar que Gómez-Moreno y sus hipótesis han sido confirmadas en la actualidad. Con su capacidad de deducción se adelantó a su tiempo y todavía hoy no han conseguido desfasarla.
Viaje a Roma y regeneracionismo.
Pero la providencia le dará la oportunidad de derrochar su talento. La Diputación le ofrecerá la posibilidad de viajar a Roma, la ciudad más exquisita para ser pintada. María Elena Gómez-Moreno, nieta del pintor y académica del arte, manifestaba en su prólogo a la Guía de Granada que “cuando más olvidado estaba de los pinceles, una pensión de la Diputación granadina para ir a Roma despertó sus ilusiones artísticas y dejando sus tres niñas al amparo de los abuelos, el matrimonio y el hijo mayor (Manuel) de 8 años, emprendieron la aventura italiana”.
De aquel viaje surgirían sus mejores cuadros: La despedida de Boabdil y San Juan de Dios. Ninguno de los dos Manueles olvidaría jamás lo aprendido en Roma. Y no sólo se sorprendería de la belleza artística de la ciudad sino que de ella surgiría la finalidad de su misión en el mundo, lo que luego sería la salvaguardia del patrimonio artístico de Granada. Así lo hizo ver en una carta desde Roma: “Los monumentos romanos primitivos que se conservan son muchos y cada día se descubren nuevos. Así como en nuestra población, desgraciadamente, están deseando que haya una cosa antigua para echarla abajo, sustituyéndola con alguna mamarrachada o por ensanchar una plaza o calle, aquí a pesar de haber tanto antiguo y tan bueno, no por eso desprecian lo que al parecer no tiene interés alguno, y aunque haya otras cosas iguales o mejores.”
Sin duda, la visión artística de Manuel Gómez-Moreno cambió tras volver de la ciudad de los césares. Tras vencer la malaria, encuentra fuerzas, en la misma medida, para continuar como miembro de la Comisión de Monumentos y dedicarse a la enseñanza en el Colegio de San Bartolomé y Santiago. Promociona las artes y oficios impartiendo clases nocturnas de dibujo gratuitamente, ideales que se plasman en la sociedad El fomento de las Artes, de la que será socio fundador.
El 12 de abril de 1885 se inaugura el Centro Artístico de Granada del que Gómez-Moreno será vicepresidente y con el que disfrutará promoviendo el arte, la música y los viajes. De esta institución saldrá un Boletín que plasmará todos los cambios artísticos sufridos en Granada, una verdadera memoria histórica de la ciudad que él denominaba la revista de Artes más notable que en Granada se ha visto. Con el boletín consiguió encauzar la actividad realizada en la Comisión de Monumentos y divulgarla hasta tal punto, que sus clases de arqueología impartidas pueden presentirse como el origen de esta disciplina en la Universidad de Granada. Aún hoy, el Centro Artístico y Literario ofrece información a quien se disponga a preguntar y todavía se desprende de la institución el espíritu desinteresado que tuvieron hombres como los Gómez-Moreno.
La Guía de Granada.
La Guía de Granada de Gómez-Moreno es, actualmente, uno de esos libros descatalogados imprescindibles para conocer la ciudad. Se ha reeditado varias veces, la última en 1998 y todas las ediciones resultaron agotadas. Resulta extraña esta aseveración, si consideramos que la guía fue editada por primera vez hace más de cien años, en 1892, años en los que Granada ha sufrido cambios significativos, unas veces para bien y otras para mal. Sin embargo, las ciudades se conocen, no sólo por lo que ofrecen al paseante sino también por lo que éste imagina al pasearlas, sus ausencias, frecuentemente, dicen más de ellas que sus evidentes monumentos, deteriorados o peligrosamente restaurados.
En palabras de José Manuel Gómez-Moreno Calera, bisnieto del pintor, “el gran mérito de Gómez-Moreno González fue el saber relacionar, aquilatar y ordenar este ingente arsenal de noticias que su rebusca documental le iba aportando. Salvo puntuales errores que venían siendo arrastrados de anteriores atribuciones dudosas, supo deslindar perfectamente los datos fiables de los simples lugares comunes, poniéndolos todos, en principio, en cuarentena, para llegar finalmente a la verdad objetiva. Pero no sólo la Guía es un índice o repertorio historiado de monumentos, entre sus comentarios se introducen afirmaciones que pueden ser base de líneas de investigación, algunas retomadas muchos años después. Es el caso del arte mudéjar y el arte morisco granadinos. La clara diferenciación entre dos formas constructivas y dos procedencias bien diferentes que él definió como morisco (autóctono) y mudéjar (foráneo) apenas tuvo resonancia en su momento y hoy en día son pilares esenciales para estudiar el fenómeno”.
Manuel, el pintor, sabía que un buen granadino debe mirar hacia la pasada grandeza de Granada, recrearse en los monumentos que sus padres supieron legarles, estudiarlos y trabajar para que otros los conozcan, respeten y aprecien. Así lo dejó dicho en su guía, un libro que expresa el larguísimo trabajo de años de estudio y recopilación de datos, que por fortuna no quedaron en el olvido.
Un hombre dedicado a la enseñanza.
Como todos los grandes sabios, Gómez-Moreno no quería preservar su conocimiento para sí mismo. Desde 1867 fue profesor de dibujo en el real Colegio de San Bartolomé y Santiago, en el 1883 imparte clases en la Escuela de Artes y Oficios del Asilo de San José y llegando el 1888, obtiene la Cátedra de Composición Decorativa de la Escuela de Bellas Artes. Ya no es un hombre joven, pero su vitalidad es sólo comparable a su ansia de fomentar las artes. Así, saca tiempo y fuerza para compaginar sus clases con otras en la recientemente creada Universidad de Sacromonte en 1896. Un año antes de finalizar el siglo, el pintor, ya había modernizado la Escuela, de la que fue nombrado secretario. Crea premios en metálico, impone conocimientos matemáticos para las matrículas de dibujo lineal y de adorno y otorga una dotación a colección de modelos de yeso para las clases de dibujo lineal y aplicado a las artes y su fabricación. Su concepto del arte va más allá del arte mismo, considerando estas cátedras de gran importancia para las clases trabajadoras, por ser la base de toda industria artística. Tenía una mentalidad práctica poco habitual en su tiempo, que le llevó a implantar la reforma de la enseñanza aprobada por el gobierno en la Escuela de Artes e Industrias (fusión de las Escuelas de Bellas Artes y Escuelas de Artes y Oficios) y que visitaría nada menos que Miguel de Unamuno. El encuentro entre los dos hombres se pretendía revelador. A Unamuno le faltaba la fe religiosa de Gómez-Moreno, pero se igualaba a él en entusiasmo, y conociendo bien las miserias de la enseñanza le preguntó sobre las dificultades que sin duda tendría al desempeñar su puesto. Manuel emitió su ya conocida frase de: “ Le tengo miedo al dinero”. El inevitable anhelo de todo idealista que ve frustrar su esfuerzo por la gestión económica.
No obstante, a Unamuno le causó tan buena impresión aquel hombre gordezuelo y de prominente bigote, que luego diría de él que era un hombre completo, de un espíritu rectísimo, cultísimo y laboriosísimo, padre del insigne arqueólogo del mismo nombre que honra a su padre y mantiene la alta dignidad del apellido”.
La restauración de la Alhambra.
Gómez-Moreno, como buen pintor y buen granadino, había tenido a lo largo de su vida artística distintos encuentros con el monumento más reconocido de la ciudad. La Alhambra ya había sido reconocida monumento nacional pero seguía en un estado lamentable. El 15 de Septiembre de 1890 la Alhambra fue pasto de las llamas. Fue el incendio más importante, de los tres habidos en la Alhambra, que afectaron muy directamente a la Torre de Comares, la Sala de la Barca y la galería de levante próxima al Patio de los Leones. Gómez-Moreno y sus compañeros de la Comisión de Monumentos sabían que era necesaria una restauración urgente del monumento. Por eso cuando en 1896 el Ministro de Gracia y Justicia visita Granada con motivo de la inauguración de la Universidad del Sacromonte, se tocan los hilos suficientes para poner de manifiesto este hecho. No será hasta cinco años después, ya entrado el siglo XX, cuando la Alhambra toma sentido para el gobierno. En Abril de 1904 el rey Alfonso XIII visita Granada y Gómez-Moreno lo guía por las salas de la Alhambra, señalando la necesidad de sanear su maltrecha estructura. La impresión que causó al monarca el pintor fue evidentemente buena porque muy pronto, todo el mundo daba por hecho que Gómez-Moreno sería nombrado director del monumento. Creada la Comisión Especial de la Alhambra un año después, Gómez-Moreno se muestra cansado y en un principio pretende desentenderse de la presidencia. En una carta a su hijo manifiesta estar “horrorizado” por el cargo de presidente y añade “eso es bueno para un hombre joven y de energía, no para un viejo como yo tan falto de ellas y con tantos cargos encima”. Pero finalmente, Manuel, se rinde y una de las primeras declaraciones que hace como presidente es la de que en el monumento “debe atenderse en primer término las partes ruinosas y después debe atenderse a la restauración”. Esta opinión, tan lógica y coherente, resultó ser una bomba para algunos sectores artísticos que consideraban La Alhambra no como un monumento nazarí sino como una idea orientalista, si cabe propagandística, expresión de la decadencia que aún se vivía en Granada. Su cargo le costó muchos quebraderos de cabeza a Gómez-Moreno pero finalmente hoy podemos disfrutar de una Alhambra más cercana a lo que debió ser en el siglo XIV, sin cúpulas orientalizantes fruto de la imaginación de restauraciones anteriores, que dieron un toque, posiblemente más bello que la original estructura de la Alhambra, pero en cualquier caso enteramente irreales.
El final de una vida entregada a Granada.
Posiblemente la conservación y restauración de la Alhambra consumió las últimas fuerzas de Manuel Gómez-Moreno. Aún habría de vivir unos cuantos años más dedicado a las artes, años en que se apoyó deliberadamente en el buen juicio de su hijo Manuel y en la amistad de Antonio Gallego Burín, quien tomaría el testigo de don Manuel.
Un 20 de diciembre de 1918, Manuel Gómez-Moreno González decía adiós a Granada.
Manuel, el hijo que heredó su nombre y su vocación, diría de él: “Cuando obtuvo aplausos no le envanecieron, como tampoco le airaron picotazos de malquerencia injusta: “miserias de la vida”, era su frase habitual de justificación. Ajeno a la política, hizo bandera de respetar toda autoridad y servirla, mientras no fuese contra justicia. No aduló, no pidió ni rehusó trabajo, no se doblegó a cuenta de favores. Fue poco sociable, por no transigir con usos de mal gusto que la sociedad tolera. Odiaba la inmoralidad, el vicio, la grosería, pero respetando a las personas con todas sus tachas. Se consideró siempre el último y puso en Dios su fuerza y sus méritos. Él sobrevivió a sus glorias artísticas, a su magisterio, a su Granada vieja, pero hasta el fin, su espíritu servido por un organismo sano y fuerte, mantuvo lucidez y aún características juveniles, viendo así llegar la última hora, consciente de su salto a la eternidad, tranquilo, sin una peseta, pero con la placidez de quien cumplió en el mundo como bueno.”
Es muy posible que su hijo idealizara a su progenitor y de alguna manera perpetuara la imagen impecable de don Manuel con estas palabras. De ser cierta, al menos, la décima parte de ellas, estaríamos hablando de un personaje único en la España de su tiempo.
Hoy podemos mantener ese recuerdo caminando por Granada. Subiendo las estrechas calles del Albayzin, asomándonos a la plaza en donde se encuentra el carmen en donde vivió, dentro del cual se presienten un ciprés y una palmera, en cuya puerta se colgó una placa que reza: “A la memoria del insigne arqueólogo y pintor D. Manuel Gómez-Moreno González, que vivió y murió en esta casa”. Fuera de la diaria actuación del Instituto Gómez-Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta, esta placa, y el nombre de un colegio es el único recuerdo que tiene en su ciudad, en la que fue pintor, arqueólogo, restaurador, miembro de la Comisión de Monumentos, del Liceo Artístico, de la Escuela de Bellas Artes, de la Escuela de Artes y Oficios, de la Universidad de Sacromonte, presidente del Patronato de la Capilla Real, presidente del Patronato de la Alhambra y, entre otras muchas cosas, el verdadero padre del Museo Arqueológico de Granada. Su arduo trabajo recuperó el nombre de Alonso Cano y Diego de Siloé elaborando biografías de ambos, localizó la ubicación exacta de la Iliberri romana, habló de términos desconocidos en su época como mudéjar y morisco, luchó contra la demolición de monumentos en toda la ciudad. Habiendo hecho todo esto, me pregunto ¿por qué es Gómez-Moreno un entero desconocido para la sociedad de nuestro tiempo? Y nuevamente me viene a la cabeza una de sus portentosas frases. Será lo que él decía: “Miserias de la vida”.
Agradecimientos: Javier Moya Morales (Investigador del Instituto Gómez-Moreno de la Fundación Rodríguez-Acosta) y José Manuel Gómez-Moreno Calera, Profesor Titular del Departamento de Historia del Arte de la Universidad de Granada.
(1)Carolina Molina es Periodista y autora de La luna sobre la Sabika y Sueños del Albayzin.